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Vigorosa Pintura
Nelson Herrera Ysla
La pintura en Pinar del Río vuelve a sentir aires renovadores en la obra de un
talentoso y joven artista, Juan Miguel Suárez, a la vera de la rica tradición
paisajística que subyace en la cercana provincia y que es aún enarbolada por
varios jóvenes obsesionados por las maravillas de la naturaleza que los rodea y
exaspera día a día.
Juan Miguel Suárez (hijo de uno de los artistas cubanos vivos más
sobresalientes, Juan Suárez Blanco) mostró recientemente en la Galería Arturo
Regueiro de la capital provincial, una extraordinaria colección de óleos bajo
el título martiano Con la gente de esta tierra quiero yo mi suerte echar, que
vuelve a colocar sobre el tapete la importancia del histórico género del
retrato en la pintura, esta vez reformulado desde los presupuestos de la más
ardiente contemporaneidad y provisto de una mirada totalmente nueva sobre cada
sujeto en la que parece descubrir sus verdades desde el miedo, la agonía, el
asombro, la locura, la compasión, la esperanza.
Diversos seres humanos son captados a partir de una secreta revelación que el
joven pintor nos entrega para componer lo que admirablemente constituye, sin
lugar a dudas, un profundo paisaje humano de su entorno social en una ciudad
poseedora de una fuerte mitología a raíz de su "cercanía" y "lejanía" a su vez
de la capital, su poco feliz ubicación geográfica, húmedo microclima.
Dejando a un lado palmas, mogotes, valles, arroyos, montes, flores, pájaros,
leyendas, y todo el extenso megarrelato literario construido alrededor del
tabaco iniciado con Cirilo Villaverde, Juan Miguel opta por mirar de cerca
hombres y mujeres que le rodean en su lento andar por la ciudad de sus amores y
angustias, de sus deseos y frustraciones, de sus alegrías, para conformar una
vigorosa galería de retratos apoyada en la expresión de cada rostro y un difuso
entorno en que de manera sutil e inteligente se describen los elementos
esenciales que acompañan la existencia de esos seres.
Poseedor de vasta cultura y memoria artística, Juan Miguel Suárez acude al
legado de las grandes escuelas flamenca y española de siglos precedentes para
recontextualizarlas en las calles de Pinar del Río, donde mezcla con abierto
desenfado a Zurbarán, Velázquez, Goya, Hals, Rembrandt y algo de Rubens en un
hermoso laberinto desde el cual podemos asomarnos, gracias a un notable y
prestigioso oficio creador, al universo individual e íntimo de un profesor de
arte, un músico famoso, un discapacitado vivaz, una mujer enloquecida, un héroe
nacional, un hombre demasiado pobre, un pintor, sin que necesariamente
padezcamos con ellos los rigores de sus vida, la mayoría de ellas
desafortunadas o truncas en su cenit.
Cuadros en el complejo sentido de la palabra, eso son. Cuadros donde el óleo se
enseñorea con eficacia aterradora en el espacio bidimensional para ofrecernos
sutilezas y evidencias de lo humano que difícilmente otro género o
manifestación de las artes plásticas pudiera hacerlo de tal manera a no ser, de
cierta manera, esos retratos fotográficos de Frank Capra, Henri Cartier-
Bresson, Osvaldo Salas, Cindy Sherman.
A diferencia de los instrumentos, códigos, y a ratos trucos y artificios a que
nos tienen acostumbrados hoy una gran mayoría de los jóvenes creadores cubanos
para crear sus obras, Suárez utiliza el más tradicional de todos para ejercer
su criterio en torno al arte y a la vida: el pincel.
Porque de eso tratan sus pinturas: de las insobornables relaciones entre la
multiplicidad de la vida y del arte, de esa experiencia única que se establece
entre el creador y lo creado por él mismo, entre el hombre y la naturaleza
humana. Y justo en ellas, el artista funda sobre un magnífico dibujo la gama de
óleos para describir, y descubrir, las verdades que tiene cada uno de los
hombres y mujeres que pueblan su galería, y en los colores convenientes y
adecuados para cada uno. Y no sólo color sino los tonos ventajosos que brinda
la pintura y su técnica, y el brillo necesario que es capaz de acentuar el
rostro en primer lugar y luego la mirada que ellos nos lanzan desde la
superficie del cuadro. Porque ellos nos miran a nosotros con más razones quizás
que las nuestras para mirarlos a ellos: somos nosotros los observados, los que
debiéramos hacer un alto al menos esta vez para mirarnos desde lo más profundo
al mirarlos, como en juego asombroso de espejos. ¿Quién es el retratado?
Esa es la maravilla de las pinturas de Juan Miguel: devolvernos la capacidad de
introspección, de autoanálisis, de meditación sensible, provocada por el buen
arte, ese alejado como siempre de toda banalidad, del más ligero síntoma de
ligereza o frivolidad que solo sirve para ocultarnos a nosotros mismos de
nuestra propia mirada.
Las artes plásticas en Pinar del Río viven hoy un momento de esplendor y serias
interrogaciones sobre su devenir. Sus creadores e instituciones se debaten
entre tradiciones auténticas, mercado pujante y deseos de transformación
honesta al calor de las nuevas realidades del arte contemporáneo. En medio de
intensos propósitos por expresar cada artista lo mejor de cada uno, Juan Miguel
Suárez pone el acento en la expresión fiel, en el dictado de su corazón y sus
energías sin importarle la marea seductora de las tendencias últimas y
vertiginosas.
No le preocupa la confusión a veces reinante en el panorama actual del arte,
cuya música poderosa atrae a más de un cautivo creador, pues se siente seguro
del sendero tomado, aún a contracorriente de muchos. Lo que quiere es pintar,
pintar hasta el agotamiento lo que observa en otros y en él mismo, como un
testigo ingobernable de su tiempo, como un hombre comprometido., al decir
sartreano.
Su padre le ha dado suficiente magisterio y alas para volar bien alto, y lo ha
hecho desde la pintura, acaso la más tradicional de las expresiones, para
observar desde allá arriba la proliferación de instalaciones, objetos, acciones
y performances que hoy se ensayan por primera vez en una región estremecida
desde hace tiempo por la herencia sostenida y vertebral de Arturo Regueiro,
Tiburcio Lorenzo, la herencia venerable de Was y las nuevas influencias de sus
pródigos hijos Pedro Pablo Oliva, Arturo Montoto, Abel Barroso, Ibrahim
Miranda, Eduardo Ponjuán, entre otros.
Y esa ha sido una de sus principales virtudes: observar sin miedo, con entera
libertad, cada una de las fuentes de inspiración que se entremezclan en su
hábitat. Y sobre ellas vuelve una y otra vez a beber. y a pintar.
El arte cubano tiene otra asignatura pendiente en Juan Miguel Suárez, más allá
del arrastre, aún persistente, de Juan Suárez Blanco que cada año se acumula en
medio de un devenir en el que todos debemos y queremos aprender.
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